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El bolso

Por Jorge Queirolo Bravo, escritor y periodista

Llevaba más de una hora contemplando el río y, a la vez, pensaba en las consecuencias de su decisión. A esa hora, Xavier tendría que haber estado en el colegio o en la reunión familiar convocada por su padre en casa. Intuía el tema que se iba a tratar, y se daba cuenta que su presencia no aportaría en absoluto una solución al grave problema por el que atravesaba su familia. El día anterior su padre le dijo que no fuera al colegio, que faltara, pues necesitaba comunicarles a todos algo crucial y urgente. A Xavier le daba lo mismo faltar a clases, de todas maneras lo hacía con frecuencia y su padre lo sabía perfectamente. No en vano, a su progenitor lo llamaban constantemente del colegio, para comunicarle que su hijo no era un alumno de la mejor especie ni conducta. Y resultaba cierto que, a sus 16 años, Xavier Morales no era precisamente un estudiante ejemplar. Lo que más le molestaba, es que su padre lo comparara peyorativamente con su hermano menor Diego, quien ostentaba calificaciones sobresalientes en el colegio y era incapaz de desobedecer a sus padres, alterar el orden o pensar en algo distinto de los estudios.

En cambio el primogénito de la familia tenía otras habilidades extracurriculares, que por cierto resultaban mal vistas por los más adultos: jugar pool, tomar cerveza bien helada con sus amigos y enamorar a cuanta chica se le cruzara por el camino. Aunque su personalidad también conocía un aspecto ciertamente romántico, como contemplar esa mañana el caudaloso río que cruzaba por los suburbios de la ciudad en la que nació y vivió toda su vida. Desde la orilla observaba el puente que conducía al centro y que a esa hora lucía poco transitado.

A pocas cuadras de allí, una buena cantidad de público colmaba la atestada sucursal norte del Banco Hipotecario de la Nación, institución de la que su padre, Xavier Morales Schneider, fue despedido pocos meses atrás, dejando 28 años de una carrera funcionaria en la que escaló trabajosamente, hasta llegar a ocupar la gerencia de la oficina a la que lo destinaron. La fila frente a las cajas avanzaba con lentitud, pues resultaba evidente la falta de cajeros, muchos de ellos despedidos recientemente sin que las vacantes fueran ocupadas por personal nuevo. Las exoneraciones eran parte de un plan de recorte drástico de gastos, luego de los resultados del balance anual. Éste fue tan negativo, que el directorio acordó la fusión con otro banco más poderoso y, desde hacía tiempo, ávido por comprar el mayor paquete accionario de su competencia más cercana. En los medios financieros se comentaba que el Banco Comercial del Austro quedaría convertido en el más fuerte de la región. Los agoreros acertaron con su diagnóstico. Volviendo a la sala principal de la agencia, seguía entrando gente, sobre todo comerciantes que, siendo lunes, acudían a depositar el producto de la venta del fin de semana. Éstos en su mayoría trabajaban en el próspero Mall del Norte, situado a poca distancia. Los hoteles del sector también se contaban entre los clientes del banco. Entre tanto movimiento de autos, gente que entraba y salía, nadie se fijó en los dos vehículos que se apostaron frente a la entrada principal del establecimiento. Sus ocupantes no llamaron la atención de los transeúntes. Porque si alguien se hubiese fijado detalladamente en sus rasgos habría advertido que los bigotes eran postizos, los ojos de un color distinto al original gracias a los lentes de contacto y que el pelo fue recientemente teñido, y cortado de una forma diferente a la habitual.

A siete cuadras de distancia se iniciaba la triste reunión de la familia Morales Simpson. Sentados frente a la mesa del comedor el padre les expuso los hechos, luego de refunfuñar por la ausencia de Xavier y señalarlo como un eterno irresponsable y egoísta impenitente, de esos que jamás se interesan por los problemas familiares o de las otras personas. En lo demás, no había mucho que decir, contar o discutir. Todo estaba irreversiblemente decidido: se pondría en venta la vivienda en la que habitaba la familia y de manera urgente. El motivo era obvio, no podían esperar a que la embargaran por no pagar los dividendos atrasados, que a esas alturas ya ascendían a ocho meses consecutivos. A esto se sumaban las colegiaturas impagas de Xavier, Diego y dos hermanas menores, circunstancia que también agregaría una demanda civil de parte del establecimiento educativo. Los recortes de gastos en el presupuesto familiar no salvaban la situación dramática, que la ausencia de ingresos empeoró sin que se vislumbrara una solución rápida. El despido intempestivo del padre de Xavier de parte del banco, puso a la familia Morales Simpson en una coyuntura deplorable, sumiéndolos en un trance que amenazaba lanzarlos a muy corto plazo por el despeñadero. Por si esto fuera poco, los precios de las propiedades estaban por los suelos debido a la recesión económica, lo cual implicaba que la casa difícilmente se vendería en un buen precio. Todos escucharon atentamente las palabras de Xavier padre, para preguntarle a continuación dónde vivirían. La respuesta no se hizo esperar:

―En la casa de los abuelos.

Carolina, la hija menor, se mostró extrañada y acotó:

―Pero si allí casi no hay espacio. ¿En dónde nos vamos a acomodar?

En ese punto intervino la madre:

―Tendrá que ser en la sala, ya está todo hablado y no tenemos otra alternativa, ni lugar al que podamos ir.

La otra hermana expuso su mayor preocupación:

―¿Y vamos a tener que dormir con el tonto de Xavier?

―Sí, aunque sólo va a ser por unos meses ―contestó el padre sin convencer a nadie.

Los pasajeros de los dos vehículos se apearon, quedando en el interior de los mismos solamente una persona en el asiento del conductor. Durante la planificación de los hechos, ninguno dio importancia al quiosco de diarios y revistas ubicado frente al banco. Tampoco intentaron saber quién era el dueño. Si se hubiesen tomado esa pequeña molestia, se habrían enterado que se trataba de un ex policía de la sección de investigación criminal, retirado de la institución después de un accidente que lo dejó cojo. Los motores siguieron en marcha, sin que el consumo de gasolina importara. De cada coche se bajaron tres personas y los dos grupos ingresaron por separado al banco. De las seis personas, dos portaban bolsos de confección barata, de esos que se pueden comprar en cualquier parte por una bagatela. En lugar de ponerse a la fila, como todos los demás, cuatro de ellos se dirigieron directamente a los mesones. Los otros dos se acercaron al distraído guardia de seguridad apostado a un costado de la puerta principal. En una operación simultánea, los seis desenfundaron sus armas y uno de ellos visiblemente nervioso se dirigió al cajero más próximo:

―¡Esto es un asalto! Entreguen todos los billetes grandes y rápido, si no quieren que disparemos.

El único guardia de seguridad presente fue paralelamente reducido y despojado en silencio de su arma de servicio y municiones, sin darle tiempo a reaccionar ni defenderse. Los malhechores desplegaron los bolsos sin pérdida de tiempo y ordenaron a los cajeros llenarlos con todo el dinero disponible. Éstos obedecieron asustados al ver los cañones de las armas apuntándoles y, sin pensarlo dos veces, procedieron a meter todos los fajos de billetes que pudieron dentro de los bolsos. La caja en la que se depositaban las divisas extranjeras tampoco se salvó. Un oficinista intentó acercarse al botón de alarma ubicado debajo del escritorio de su jefe, lo que fue rápidamente advertido por los delincuentes, que de inmediato le dispararon, hiriéndolo levemente en un brazo. Los bolsos se inflaron en poco tiempo con el dinero que los aterrados empleados del banco introdujeron en su interior. De repente, el que comandaba el operativo dio una orden terminante:

―¡Suficiente, nos vamos!

Los seis salieron sin que nadie se les opusiera. Afuera los dos vehículos aguardaban con los motores en marcha. Tan pronto terminaron de subir, arrancaron del lugar. Toda la operación duró menos de 2 minutos. Ahora solamente quedaba huir al punto en el que cambiarían de vehículos, abandonando los que ocupaban y que fueron robados en la víspera, en una ciudad distante. El punto de intercambio no quedaba lejos y aparentemente fue muy bien elegido: un camino vecinal poco transitado que atraviesa el bosque adyacente a la ciudad y comunica con ciertos barrios residenciales apartados. Todo marchaba literalmente sobre ruedas, hasta que sintieron el característico ruido de las sirenas. Eran los coches de la policía que, alertados por el hombre del quiosco, ya emprendían la búsqueda y persecución de los asaltantes. Éstos no contaron con el ojo agudo y perspicaz de alguien que fue, durante muchos años, un eficiente agente de la ley. Gribaldo Gaete, el quiosquero, observó la llegada de los vehículos y prontamente notó algo raro en los pasajeros que descendieron. Su bien desarrollado olfato policial lo condujo a ello. Las balizas de los patrulleros cada vez se sentían más cerca, poniendo nerviosos a todos y especialmente a los conductores. El ambiente dentro de los autos era de una tensión creciente. En el primer vehículo iba el cabecilla junto al conductor y, en el asiento de atrás, sus compinches llevaban los bolsos con el dinero. Asumiendo la calamitosa realidad de lo que les esperaba, el jefe habló en voz alta y clara:

―¡Mierda, nos van a alcanzar! No hay caso, estamos rodeados.

Luego ordenó:

―Tira el dinero por la ventana cuando lleguemos al puente. Así no van a tener pruebas para incriminarnos. Leticia puede ir a recogerlo después. Si nos arrestan, tienen la obligación de dejarnos hacer una llamada.

Su compañero opuso resistencia a la orden:

―¿Pero, y si otro encuentra los bolsos?

Avelino, hombre habitualmente duro y poco flexible, fue por esta vez eminentemente pragmático:

―Por mí, que los disfrute. Si nos agarran con la plata, de todas maneras la van a confiscar y usar como prueba en contra de nosotros.

Los vehículos salieron de una curva pronunciada y el puente estaba a la vista, a unos cuatrocientos metros de distancia. El ulular de las sirenas delataba la proximidad de las fuerzas policiales. Pese a esto, los asaltantes aún estaban fuera del alcance visual de los patrulleros que los perseguían. La curva que precedía al puente era muy larga y cerrada. Al otro lado, comenzaba otra curva ligeramente ascendente, al cabo de la cual existían varias bifurcaciones a los costados. Eran diferentes caminos de segundo orden, de los que algunos conducían a campos privados. Solamente uno conectaba con la ciudad. En cuestión de segundos estuvieron sobre el puente. Desde la ventana, previamente abierta, y muy pegados a la baranda del puente, tiraron los dos bolsos al vacío, cayendo éstos sobre la orilla del río, densamente poblada por matorrales y árboles de eucalipto. Los patrulleros policiales también salieron de la curva, aunque sin alcanzar a ver el destino de los bolsos.

Abajo en la orilla, el aterrizaje de éstos y su pesado contenido golpeó a Xavier, que dormitaba sin pensar en lo que se le venía encima. El golpe del bulto que le cayó desde arriba lo dejó aturdido y sin respiración por unos segundos. Una vez recuperado, pudo erguirse y por primera vez observó lo ocurrido con atención. Sintió curiosidad y abrió el cierre de cremallera del bolso. Lo que apareció ante sus ojos estuvo a punto de causarle un desvanecimiento: gruesos atados de billetes de 20,000, 50,000 y 100,000 Pesos y en cantidades como para marear a cualquiera. Más parecía un sueño que la realidad misma. Hurgó un poco más y descubrió dinero de otras denominaciones, especialmente dólares norteamericanos, libras esterlinas y muchos euros en fajos encintados con 100 billetes de a mil. Los conocía bien, por los viajes de vacaciones que emprendió en su momento por Estados Unidos y Europa con toda la familia, cuando la situación era distinta y más próspera. Levemente recuperado de la impresión, Xavier comprendió que no podía permanecer ahí, pues era indudable que los dueños de ese dinero llegarían de un momento a otro a buscarlo. Sintió las sirenas de los radiopatrullas policiales y pudo imaginar lo que acontecía arriba. Sin inmutarse, caminó entre los árboles y arbustos, pasó por debajo del puente, y buscó cuidadosamente un sendero de tierra que subía a la calle por un sector más alejado. Por allí emergió. Antes tuvo la precaución de dejar los bolsos camuflados en el follaje y a unos metros de la vereda, para escudriñar si la calle paralela al río estaba despejada. Ésta lucía desierta como de costumbre, aunque sobre el puente se notaba mucha actividad: en cuestión de segundos vio pasar dos vehículos policiales, ambos corriendo como si se tratara de una carrera fórmula 1. Xavier cruzó la arteria con los bolsos a cuestas y se internó por una bocacalle, desde la que podría llegar fácilmente a su casa. No en vano conocía bien el barrio, en el que vivió desde su más tierna infancia. Pocos minutos después estaba ante la verja de su domicilio. La abrió con un chirrido, que alertó a los demás en el interior, e ingresó. Toda la familia seguía reunida en la sala principal discutiendo, cuando Xavier hizo su aparición. El primero en dirigirse a él fue su padre:

―¿Dónde andabas? ¿Alguna partida de “pool” muy importante? ¿Vas a ir a alguna olimpíada de “pool”?

La madre no quiso ser menos y también lo regañó:

―Ni en medio de las emergencias dejas de ser el mismo irresponsable de siempre. ¿Dónde te metiste?

Xavier colocó los bolsos sobre la mesa, lo que trajo como consecuencia una furiosa reacción de su madre:

―¿Cómo te atreves a poner esos bolsos mugrientos sobre mi mesa de caoba ecuatoriana? ¿No sabes lo que costó esa mesa? Saca tus porquerías de mis muebles, antes que las tire a la basura.

Xavier reaccionó con una sonrisa y le dijo:

―Mejor abre los bolsos primero. Si vieras lo que contienen seguramente no pensarías en tirarlos a la basura.

El padre intentó mantener la calma, aunque sabía que le faltaba poco para perder la compostura:

―Voy a ver qué contienen. Más te vale que sea algo importante. Tus prioridades nunca coinciden con las mías.

Con una expresión de asco y asistido por su esposa, el padre de Xavier abrió lentamente el cierre de uno de los bolsos. Mientras proseguía la desagradable tarea murmuró silenciosamente:

―Parece que son papeles.

Cuando lo tuvo bien abierto y miró bien el contenido, pudo ver que efectivamente eran papeles, pero no los que imaginaba, sino unos de mucho valor. Para la madre de Xavier la impresión fue demasiado fuerte y se desmayó sobre la alfombra, sin alcanzar a decir palabra alguna. Tardó varios minutos en recuperar el conocimiento. Unos instantes después todos saltaban de alegría y júbilo, sin poder creer lo que acontecía. Le preguntaron una y otra vez a Xavier cómo llegó a obtener los bolsos y la historia resultaba inverosímil o, cuando menos, bastante extraña. Al final le creyeron o tal vez no les importó saber más sobre el particular, pues al fin y al cabo constituyó una salvación económica inesperada.

Sobra decir que la casa de los Morales no fue vendida y menos embargada o rematada. Con el dinero no solamente pagaron los dividendos atrasados, sino toda la deuda restante. Lo que sobró sirvió para invertirlo en cinco casas de tamaño mediano, tres departamentos de lujo y una finca, propiedades que fueron puestas a nombre de Xavier y que pasarían a estar bajo su control al cumplir la mayoría de edad. Mientras tanto generarían una renta, con la que los Morales vivirían hasta que el padre encontrara nuevamente trabajo. La familia pudo al fin tener la tan ansiada tranquilidad monetaria que siempre quiso. El Banco Hipotecario de la Nación nunca le pagó la indemnización por el despido al padre de Xavier, pues para eso estaban los abogados de un estudio jurídico muy influyente que siempre ganaba los juicios laborales, sin que importara si los métodos empleados eran lícitos o no.

Los asaltantes del banco jamás fueron capturados, los policías que los seguían se internaron por el camino equivocado y tardaron demasiado en darse cuenta del error, lo que les dio tiempo a los malhechores para cambiar los vehículos y huir para siempre. A la semana siguiente ya estaban planificando un nuevo golpe a otra sucursal del mismo banco, que esta vez resultó exitoso y dio los frutos esperados. Gracias a eso los criminales decidieron retirarse de la vida delictiva y disfrutar del dinero mal habido. Xavier siguió estudiando, descubrió su verdadera vocación y terminó convertido en un exitoso y reconocido escritor de novelas policiales. Sus padres se convirtieron en sus más fervientes admiradores.

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